Argentina: Donde el tango no se baila, se sobrevive
Argentina no es un país, es un estado emocional. Uno al que se llega con un boleto de avión, sí, pero del que no se regresa jamás del todo.
En Buenos Aires, cada calle tiene la voz ronca de Gardel y la mirada intensa de Borges. Caminé por San Telmo entre ferias, antigüedades y melancolías acumuladas. Me detuve a observar parejas bailar tango en la calle, y comprendí que no es solo un baile: es una forma de resistir el paso del tiempo. En la Librería El Ateneo, rodeado de libros que alguna vez fueron teatro, sentí que la literatura aún respira en esta ciudad, como si cada autor que la habitó siguiera corrigiendo sus versos entre los pasillos.
Después tomé rumbo hacia el Delta del Tigre, una ciudad anfibia donde las casas flotan sobre pilotes y los silencios viajan en lancha. Allí, en una cabaña junto al agua, escribí sin prisa. El ritmo del río te enseña a mirar distinto. Cada amanecer era una promesa lenta, y cada atardecer, una especie de abrazo húmedo entre ramas y reflejos. Me encontré a mí mismo observando la vida como se observa una tormenta: con respeto y sin necesidad de entenderla del todo.
Finalmente llegué al norte, a Iguazú, donde el agua cae con una fuerza que no admite metáforas. Allí, frente a la Garganta del Diablo, me quedé sin palabras —y eso, para un escritor, es un acontecimiento. Sentí que el mundo era demasiado vasto para ser contenido en frases. Que a veces, hay que dejar de escribir para aprender a mirar.
Argentina me enseñó que no hay distancias cuando se viaja con el corazón abierto. Que cada ciudad es un libro esperando a ser subrayado con los pasos. Y que uno no visita Argentina: uno se queda viviendo en ella, aunque el cuerpo regrese.
Ramón Montes Palomino
Buenos Aires
Argentina
Buenos Aires
Argentina
Buenos Aires
Argentina
Buenos Aires
Argentina
Cd. Tigre
Argentina
Cd. Tigre
Argentina
Cd. Tigre
Argentina
Cd. Tigre
Argentina
Cd. Tigre
Argentina
Iguazù
Argentina
Iguazù
Argentina
Iguazù
Argentina